EL SILENCIO DE LOS VERRACOS
Silencio culpable, premeditado, ominoso. La conjura de los silencios, la censura por omisión, denunciada hace ya veinte años por la exquisita Mercedes Salisachs en un admirable artículo publicado en República de las letras y reproducido sin rubor por el diario dinástico, que no se dió por aludido. La táctica del mutismo, muchas veces peor y más dañina que el ataque. Callar lo que no interesa, para dejar al personal en ignorancia. Una de las formas de ejercitar la represión de las ideas ajenas y de las verdades históricas sin que se vean ni la inquina ni el lápiz rojo del censor, habitual hoy en los llamados medios «informativos».
El pasado marzo, el Papa beatificó a 223 víctimas de la persecución religiosa padecida en España durante la guerra civil. La beatificación más numerosa de la historia, consecuencia de un exterminio tambien sin precedentes: ni los cristianos del siglo IV sufrieron matanzas de semejante magnitud y tamaña crueldad. Entre los martirizados había sacerdotes, monjas, maestros, empresarios, labriegos, ancianos, gentes de múltiple condición social, unidas entre sí por su fé católica, a la que no renunciaron jamás y por la que entregaron sus vidas.
Eso lo han contado los periódicos. Sin embargo, ni en ellos ni en las radios ni en los telediarios se hizo mención alguna de quienes les sacrificaron, de cuál era la identidad de los asesinos y el bando en que militaban. Mártires de la guerra civil, se ha dicho, sin más. La ignorancia histórica de la juventud actual y aún de otra generación anterior, les habrá dejado ayunos de conocimiento. Porque no he leído ni oído un sólo comentario donde se dijera que les martirizaron los rojos o, como ahora suele decirse, los republicanos y, si prefieren concretar, los comunistas, los anarquistas de la FAI y de la CNT, los milicianos socialistas, aquella serie de facinerosos que sació su odio contra la iglesia incendiando templos (con sus correspondientes tesoros artísticos), destruyendo conventos y masacrando a personas que creían en Dios y así lo manifestaban.
¿Mártires de la guerra civil? Sí, claro. Pero más exactamente de la revolución marxista, contemplada en silencio cómplice y, por tanto, tácitamente consentida por el Gobierno republicano, ése que los seudohistoriadores sectarios o sencillamente ignaros consideran todavía depositario de la «legitimidad democrática». No se quieren enterar de que autores tan dispares como Stanley G. Payne, o Salvador de Madariaga, o Pío Moa hace muchos años que coincidieron en que, al menos, a partir de mayo de 1936, España dejó de ser un Estado de Derecho, las instituciones democráticas perdieron toda vigencia, y el poder y la autoridad quedaron en el arroyo. De donde los tomaron las que, como disculpa estúpida, suelen denominar los escritores del «Frente Popular de la Cultura» (Ricardo de la Cierva dixit) masas «incontroladas». ¿Incontroladas? Más bien armadas primero por el propio Gobierno republicano y toleradas después durante tantos meses que resulta ridículo querer exculpar a ese Gobierno de su absoluta, indiscutible responsabilidad .
Se han dado curiosas reacciones en muchos de los comentarios dichos o publicados en ocasión de la beatificación de los mártires de la revolución roja. Bastantes políticos de la izquierda, algunos mercenarios de la pluma (más bien del ordenador) protestaron con vehemencia porque la decisión del Papa «reavivaba los enfrentamientos de la guerra civil». Estos mismos, semanas antes, aplaudían fervorosamente la peregrina propuesta de que el Parlamento condenase el alzamiento «fascista» del 18 de julio; eso, por lo visto, no reavivaba nada. El Partido Popular no adoptó una postura demasiado decorosa ante tamaña monstruosidad histórica. Notoriamente, al señor Aznar no le gusta mojarse en estos temas, aunque sobre los crímenes de los milicianos marxistas haya dejado, en sus Memorias, críticas durísimas y hasta dicterios indisimulados Azaña, tan apreciado por el señor presidente del gobierno.
Umbral aportó su grano de veneno en un artículo lamentable publicado en su habitual columna de «El Mundo», para acusar al Papa de «mantener abierta la llaga de la guerra civil». Y esto lo dice un escritor que anualmente publica alguna novela sobre esa guerra, claro que contándola a su aire y sin escarmentar por la escasa audiencia que alcanzan sus libelos. Y que cada tres o cuatro días azuza el rencor y reabre la llaga en su columna diaria, cargada de odio y falsedades.
Tampoco ha faltado un jesuíta metiendo baza en la cuestión. Juan García Pérez se llama y no es fácil identificarle por sus apellidos. Este se acogió a las páginas de ABC, ahora tan generosas en la elección de sus colaboradores de la izquierda, para decir que la beatificación «conlleva una cuota inevitable de riesgo». Tras preguntarse por qué murieron y por qué los mataron (sin citar explícitamente a quienes les mataron) el jesuíta hace suya la crítica a la Iglesia española escrita por un representante de la «tercera España» (cuyo nombre no facilita) ya que, al estallar la guerra civil «debió haber abierto los brazos como Jesucristo a derecha e izquierda». Bien que los abrieron millares de miembros de esa Iglesia, para recibir en sus pechos de cristianos los balazos de los asesinos. Para terminar, cita «con el deseo de ahondar en la reconciliación» una frase de Azaña: muy adecuado el personaje, dadas sus ideas sobre la religión católica, su jerarquía, su clero y los mismos jesuítas.
En plena demencia histórica, no puede ya asombrar que haya aparecido un libro, La iglesia de Franco, que disparata sobre la actitud de la Iglesia católica ¡precisamente durante la guerra civil! Porque al período 1936/39 se ciñe tan mezquina obra. Resulta que la represión nacional (pág. 238) fue apoyada por la Iglesia católica. Reconoce que en la zona republicana hubo algunos asesinatos de religiosos; pero sin comparación con la crueldad desplegada «por los otros». En fin; más de trescientas páginas de insensateces y falacias.
Bien sabemos que los verracos (o los bellacos) a cambio del profundo, inescrutable silencio que guardan para libros y autores ajenos a su
ideario, magnifican hasta el paroxismo estas muestras de historia trucada. El asesinato de Lorca, por ejemplo, ha sido contado, escenificado, hecho película, repetido en la televisión y agotado hasta la saciedad en el papel impreso. En cambio cuando se cumplió el aniversario del nacimiento de don Pedro Muñoz Seca, un diario que en tiempos fué órgano de la ortodoxia católica, para degradarse a poco de la trasición y terminar desapareciendo, publicó una nota biográfica; tras citar sus principales obras, terminaba con un lacónico «murió en 1936». Los ayunos en historia (que son la inmensa mayoría de los ciudadanos) pensarían que quizás de tifus.
Así se van contando ahora las cosas del ayer. Esperemos que reaparezca la veracidad.
Fernando Vizcaíno Casas