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LA OTRA MEMORIA

LEGITIMIDAD DEL ALZAMIENTO NACIONAL

Mucho se ha escrito, muchas razones se han dado sobre la legalidad y legitimidad del Alzamiento Nacional de julio de 1936; desde ­el comienzo mismo de la guerra sobrevenida hasta hoy.

La ilegitimidad de los “poderes actuantes” pareció entonces indiscutible desde el lado vencedor en 1939, el lado nacional. Por  el contrario, la ilegitimidad e ilegalidad  del Alzamiento pareció asimismo evidente entonces para aquellos “poderes”, los republicanos; pronto transformados en rojos; pues con tales denominaciones “nacionales” y “rojos” todos estuvimos de acuerdo.

Sin embargo,  hoy no parece tan evidente para los que combatieron -y siguen combatiendo- el Alzamiento, que éste fuese un golpe de Estado desencadenante de la guerra; es decir, que los que lo dieron incurrieran en ilegalidad.

Testimonios inexcusables, incluso desde el punto de vista de los vencidos, se dieron ya entonces (Salvador de Madariaga, Sánchez Albornoz, el propio Azaña), aunque años después fuesen silenciados  por los sucesores ideológicos de los vencidos, que contaron con la pasividad de los vencedores. Pero, como sucede siempre, la justicia histórica vuelve por sus fueros: y así hoy da la razón a los que la tuvieron, a los que se alzaron en el 36 y vencieron en el 39.

Los “poderes actuantes”, o, lo que es igual, aquellos gobiernos del Frente Popular, estaban ya ilegitimados. A partir de la revolución de octubre de 1934, había comenzado la guerra en la cual los gobiernos eran beligerantes. Como dice Pío Moa ( El derrumbe de la II República y la guerra civil: Ed. Encuentros, Madrid, 2001, pag. 11): “Hubo un evidente peligro revolucionario, que utilizaban  como palanca de movilización ante una amenaza fascista inexistente, y a sabiendas de su inexistencia, pues esa amenaza no tomó cuerpo hasta las fechas inmediatas al Alzamiento. Así, el impulso hacia el encuentro bélico provino de las decisiones de los  partidos gobernantes  y sus dirigentes.” Por eso, el Alzamiento fue tan legítimo como lo es la legítima defensa, sea ésta  individual o personal, colectiva o social.

Transcurridos tres años de guerra, se reprodujo en  la “Zona Roja” la misma situación, que se resolvió de la misma manera: un golpe de fuerza, en marzo de 1939, del coronel Casado y su Consejo de Defensa, que fue justificado por sus autores con la razón de que “el Gobierno de Negrín carece de base legal”. De ahí que en el manifiesto del Consejo Nacional de Defensa (5 de marzo de 1939) se dijo que: “Recogía (el Consejo) sus poderes del arroyo, adonde les arrojó el aquel Gobierno”.

Así, al final de la guerra, la claridad se abrió paso, siendo reveladoras las palabras de Besterio – Presidente del  Consejo de Defensa- en un memorándum privado, que, años más tarde, en un artículo de I. Arellano, reprodujo el diario ABC de Madrid  en su número del 1 de abril – Aniversario de la Victoria-  de 1963. Estas son las palabras de Besteiro, palabras definitivas que explican “ toda la guerra, desde sus propios comienzos, desde el propio Alzamiento” ( J.M. Martínez  Bande, los cien últimos días  de la República, Caralt, Barcelona, 1973, Pág. 165): “La verdad real: estamos derrotados  por nuestras propias culpas: estamos derrotados nacionalmente por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración política más grande que han conocido quizás los siglos... La reacción contra ese error de la República de dejarse arrastrar a la línea bolchevique la representan genuinamente, sean los que fueran sus defectos, los nacionalistas (es decir, el bando llamado “Nacional”, capitaneado por Franco), que se  han batido en su  gran cruzada anti-Komitern.”

Así pues, desde “el otro lado“ , con irreprochables testimonios, se dijo, ya entonces –y se reconoce ahora por los historiadores honrados de uno y otro lado- que las fuerzas del Alzamiento tuvieron razón, y aquella fecha inicial del 18 de julio de 1936 quedó legalizada ante la  Historia.

Javier NAGORE YARNOZ

ASESINATOS OLVIDADOS

Carlos Alberto Montaner

Este verano madrileño está resultando más caliente de lo esperado. Un libro contribuye a elevar la temperatura. Lleva vendidas cinco ediciones en menos de otras tantas semanas. Lo escribió César Vidal, un prodigioso polígrafo al que suele compararse al desaparecido Isaac Asimov. A sus 45 años, Vidal, que domina ocho lenguas --entre ellas el árabe y el ruso--, y es doctor en historia, derecho y teología, ha publicado 125 libros que incluyen desde una premiada biografía de Lincoln hasta una edición comentada de los textos fundamentales de Occidente, pasando por unas cuantas novelas. A ese ritmo de trabajo, antes de cumplir setenta años habrá pasado los 500 títulos que Asimov legó a sus millones de lectores. El libro se llama Checas de Madrid.

''Checas'' era el nombre que se le daba en el bando republicano a los cuarteles de la policía política durante la guerra civil española (1936-1939). Habían sido modeladas bajo la influencia soviética, de donde tomaron la palabra, y llegaron a España de la mano del Partido Comunista, dotadas de numerosos asesores soviéticos expertos en destripar enemigos. Muy pronto casi todas las formaciones políticas y sindicales afines al gobierno republicano tuvieron las suyas. Sólo en Madrid, Vidal identifica 226 checas, muchas de ellas instaladas en antiguos conventos y hasta iglesias arrebatadas a los católicos.

¿Qué se hacía en esos siniestros centros de detención? Se torturaba salvajemente a los detenidos, especialmente en las checas comunistas, acusándolos de ser cómplices del fascismo, y, con mucha frecuencia, se les mataba. La obra termina con una pavorosa lista de 11,705 asesinados, sólo en Madrid. El total nacional de víctimas de la represión republicana, profusamente documentado, alcanza la cifra de 110,965 personas. De esa triste nómina casi siete mil son curas, monjas y miembros de órdenes religiosas.

Es verdad que en el territorio dominado por Franco y sus ''nacionales'' la sangre también corrió a chorros; y no es menos cierto que, tras la derrota de los republicanos, durante al menos cinco años el generalísimo descargó sin compasión su dura mano sobre las espaldas de los vencidos, superando probablemente el número de los ejecutados por la república, pero ese dato no cambia la realidad: en toda España, y muy especialmente en la capital, la policía política, en nombre de ideas ''progresistas'', torturó y asesinó a millares de personas al margen de cualquier vestigio de legalidad.

¿Qué interés pueden tener hoy unos sucesos acaecidos hace más de sesenta años? Mucho, porque precisamente en el momento en que Vidal publicaba su estremecedora investigación, el juez Baltasar Garzón solicitaba la extradición de cuarenta y seis militares argentinos acusados de torturar y asesinar en su país a miles de personas durante el periodo de la última dictadura militar (1976-1983). ¿Por qué la justicia española se ocupaba de unos crímenes ocurridos al otro lado del Atlántico y no perseguía a los asesinos feliz e impunemente radicados en el territorio nacional a pocos metros de los tribunales competentes?

Federico Jiménez Losantos, uno de los periodistas más escuchados del país --y uno de los más temidos--, lo preguntó con toda claridad en su hora radial: ''¿Por qué Baltasar Garzón no ordena la detención y enjuiciamiento del comunista Santiago Carrillo, responsable directo del asesinato de 2,800 personas en un fin de semana (los prisioneros de Paracuellos del Jarama), o de Serrano Súñer, hombre clave del régimen franquista, a quien es posible imputar, aunque sea de forma indirecta, una buena parte de los atropellos cometidos por su gobierno?''.

¿Tal vez porque son muy ancianos? Ese no es un buen argumento jurídico: los crímenes contra la humanidad no prescriben nunca.

No hay duda de que el derecho penal internacional tiene todavía muchas fallas. Está muy bien perseguir genocidas en cualquier rincón en que se escondan, pero ¿por qué renunciar al principio de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley? Los españoles, por ejemplo, hace un cuarto de siglo hicieron su transición hacia la democracia, olvidando los crímenes cometidos por unos y otros durante la guerra civil, pese a que en 1978, cuando se proclama la nueva constitución que oficialmente liquida al franquismo, estaban vivos cientos de millares de combatientes de esa contienda, muchos de ellos víctimas o victimarios. ¿Qué fuerza moral tiene hoy esa sociedad para juzgar presuntos criminales argentinos si no hizo o hace lo mismo con los suyos?

Mientras todas esas dudas no se despejen creo que Estados Unidos o cualquier país responsable actúa correctamente no sometiéndose a los tribunales penales internacionales. La probabilidad de que en ellos se haga justicia es menor que la de que se dejen arrastrar por la demagogia y la politización. Recuerdo durante la reciente guerra de Irak cómo el rector de una universidad madrileña, nada menos que catedrático de derecho constitucional, aquejado de sectarismo pedía el enjuiciamiento internacional de José María Aznar como criminal de guerra por su apoyo a Washington durante el conflicto.

En fin, ésta es una zona opaca presidida por la incertidumbre. Nada es seguro bajo el sol, salvo la certeza de que César Vidal antes de seis meses escribirá otro espléndido libro. Hace unos años, cuando le dediqué una obra mía, le estampé una dedicatoria nerviosa: ``A César, muy apresuradamente, antes de que este libro también lo escribas tú''.

Agosto 3, 2003