DOS INTENTOS GOLPISTAS DE AZAÑA
Azaña intentó un primer golpe de Estado cuando la izquierda perdió las elecciones, en noviembre de 1933. Entonces presionó al jefe de Gobierno, Martínez Barrio, y al presidente de la República, Alcalá-Zamora, para que no convocaran las Cortes resultantes de los comicios, burlando así la decisión ciudadana, y en cambio formasen un gobierno izquierdista que organizara nuevas y más convenientes elecciones. El presidente recuerda en sus Memorias que «Azaña, Casares y Marcelino Domingo dirigieron a Martínez Barrio una carta de tenaz y fuerte apremio (...) en la que el llamamiento tácito a la solidaridad masónica se transparentaba clarísimo, a pesar de lo cual, en aquella ocasión, Martínez Barrio no cedió, cumpliendo su deber oficial, quizá no con agrado, pero sí con firmeza, al ver también la de mi actitud». Martínez Barrio también da cuenta en sus Memorias de esta y otras maniobras.
El episodio es bien conocido, aunque a menudo olvidado o minimizado. Santos Juliá, por ejemplo, descarta el intento del golpe: «Claro está (...) no suelen proponerse golpes de Estado por carta». El comentario es frívolo, y además no sólo hubo la carta, sino también reuniones y todos los medios entonces al alcance de Azaña. De haber cedido Alcalá-Zamora, la república, o al menos la democracia, se habría venido abajo en aquel momento, acarreando probablemente la guerra civil. ¡Qué diría Juliá si la intriga hubiera partido de la derecha!
Pero existe otra intentona golpista de Azaña, generalmente desconocida, que tuvo lugar hacia junio-julio de 1934. Por entonces se produjo una gravísima crisis por un conflicto de competencias entre el Gobierno y la Generalidad, a causa de la ley catalana de contratos de cultivo. La Esquerra, que dominaba la Generalidad, colocó a ésta en abierta rebeldía frente a las instituciones republicanas, mientras Companys hacía llamamientos apenas disimulados a la violencia y, para preparar la rebelión armada, constituía un comité encabezado por Dencás, jefe de Estat Catalá, sector separatista de la Esquerra. Prieto anunció en el Congreso: «este conflicto va a adquirir proporciones (...) gigantescas», y Azaña se refirió a «la inmensa desdicha que se avecina sobre España»; pese a lo cual ambos expresaron su completo apoyo a la Esquerra.
Azaña envió por esos días a Cataluña a Carlos Esplá, hombre de su confianza, a fin de tranquilizar a la Esquerra, según afirma en su libro Mi rebelión en Barcelona. Pero las declaraciones del propio Azaña en Madrid eran todo menos tranquilizadoras. El 1 de julio declaró en el cine Pardiñas, lugar de tantos discursos de la época: «Vamos a colocarnos en la misma situación de ánimo en que estábamos frente al régimen español en 1930», es decir, en situación de rebeldía. Y para aclararlo, aludió al fracasado golpe militar con que intentó imponerse la República aquel año: «Unas gotas de sangre generosa regaron el suelo de la República, y la República fructificó». Esto sonaba a preanuncio de sublevación.
Dencás desmiente la versión azañista sobre el cometido de Esplá: éste habría ido a Barcelona a «ayudarnos a preparar la revuelta», asistiendo a las reuniones del comité creado por la Esquerra, con participación de varios militares, entre los que menciona a Pérez Farrás. Pero, además de éste figuraban en dicho comité los comandantes Jesús Pérez Salas y Arturo Menéndez, que habían de permanecer al lado de Dencás, como asesores, la noche fatídica del 6 al 7 de octubre, cuando estalló la revuelta. Tanto Pérez Salas como Menéndez eran de los (escasos) militares de confianza de Azaña, y el segundo había sido director general de Seguridad cuando la matanza de Casas Viejas.
Pues bien, Pérez Salas explica en su libro Guerra en España, que por entonces Azaña preparaba un golpe de Estado que se iniciaría en Barcelona: «Se daría a conocer al pueblo el nuevo Gobierno formado. Simultáneamente, en Madrid y en el resto de España habría de estallar una huelga general, como adhesión al nuevo Gobierno». Sin embargo, el proyecto no cuajaría: «no existió completo acuerdo entre los partidos ni entre las personas que habían de formar ese Gobierno, por lo que Azaña desistió de su propósito».
¿Qué hay de realidad en todo ello? Azaña refiere vagamente en el Cuaderno de La Pobleta que el 14 de junio (debió de ser julio) había hablado, en vano, con hombres del Partido socialista y de la Esquerra para buscar la unidad y el «acuerdo sobre un fin común», que no especifica, pero que él presenta como un fin político no subversivo. Sin embargo, existe un documento mucho más explícito: el acta de una reunión conjunta de las ejecutivas del PSOE y la UGT, el 2 de julio, para tratar la dimisión de
Alcalá-Zamora, que se daba por inminente, y responder a la pregunta de Azaña, transmitida por Prieto, sobre qué harían en tal caso los socialistas. (En Fundación Pablo Iglesias, AFLC XXII, p. 88 a 91).
Conviene recordar que, por aquellas semanas, Azaña, Martínez Barrio y otros, acosaban a Alcalá-Zamora para que derribase al gobierno centrista legal, presidido por Samper, y lo sustituyese por uno de izquierda, como medio para cortar la rebeldía esquerrista. El presidente de la República, desesperado, consignó en sus diarios: «Apena presenciar todo esto y seguir rodeado de gentes que constituyen un manicomio (...) porque entre su ceguera y la carencia de escrúpulos sobre los medios para mandar, están en la zona mixta de la locura y la delincuencia. La amargura que producen estas gentes impulsa a marcharse y dejarlos».
Ante la eventualidad de la dimisión, las ejecutivas del PSOE y UGT acordaron lanzar «con todas sus consecuencias» la revuelta para la que se venían armando desde principios de año, y que planteaban abiertamente como una guerra civil; y contestar a Azaña que ellos lucharían por sus objetivos (la dictadura proletaria), sin supeditarse a las izquierdas «burguesas». Para comunicar el acuerdo, una comisión socialista del máximo nivel, compuesta por Largo Caballero, De Francisco y Lois, se entrevistó con los representantes de las izquierdas republicanas Marcelino Domingo, Salmerón y Azaña, y «por cierto -comenta Largo- que a éste no le agradó nada la contestación. Preguntó que si se constituía un gobierno republicano, cuál sería la conducta del Partido socialista; se le contestó que dependería de la conducta que observase el gobierno que se constituyera. A esta entrevista compareció también, de forma inesperada, el señor Lluí» (Lluhí, de la Esquerra), para advertir a Largo y sus compañeros que la Generalidad no apoyaría un gobierno exclusivamente del PSOE. La presencia sorpresiva de Lluhí fue interpretada por los socialistas como una inadmisible encerrona, para inducirles a aceptar el gobierno -ilegal- que preparaban las izquierdas «burguesas».
Esta fue la reunión a la que alude Azaña en su Cuaderno de La Pobleta. Planeaba, pues, su propio golpe, como informa Pérez Salas, golpe que abortó ante la postura socialista. Ni la dictadura del PSOE ni la república federal que patrocinaba la Esquerra le hacían gracia, y esa tuvo que ser la causa de que probablemente ese mismo mes de julio, renunciara a sus proyectos. De ellos no deja la menor huella en Mi rebelión... ni en el Cuaderno pero los testimonios citados y la actitud de Azaña en aquellos días coinciden, y esclarecen, a mi juicio, las líneas generales de lo ocurrido.
El presidente de la república no llegó a dimitir, y el instante crítico pasó sin que casi nadie llegara a enterarse de cuán al borde del abismo había estado el régimen. No obstante, los aprestos bélicos de la Esquerra y el Partido Socialista prosiguieron, hasta desembocar en la insurrección de octubre de aquel año, lanzada con el pretexto de la entrada -plenamente legal- de tres ministros moderados de la CEDA en el Gobierno.
La conducta real de Azaña difiere a menudo de la que expone en sus escritos. El 6 de junio de 1933, por ejemplo, anota en sus Diarios: «Los radicales, y otros, han cometido la imprudencia de apelar a la intervención presidencial cuando no podían vencernos en las Cortes. El hecho es disparatado, y nunca se me ocurriría imitarlo, desde la oposición, contra un gobierno de derechas. Eso es apelar al Presidente contra el Parlamento (...) Más vale un régimen parlamentario auténtico, con todos sus inconvenientes, que un régimen parlamentario falsificado o corrompido». En cuanto perdió las elecciones, Azaña presionó sin tregua al presidente contra las Cortes, y lo hizo de forma mucho más dura y peligrosa que los radicales. Otro ejemplo revelador está en su anotación del 4 de diciembre de 1931 sobre «una proposición que ha presentado Santa Cruz, por indicación mía, pidiendo que las Cortes declaren que la disolución de las Cortes Constituyentes no se computará en las dos disoluciones que el Presidente de la República puede hacer con arreglo a la Constitución». En 1936, vuelto al poder, una de sus principales medidas fue destituir a Alcalá-Zamora, computando la disolución de las Constituyentes entre las dos a que tenía derecho el presidente.
Pío Moa
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